Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe “CEPAL” el territorio colombiano se encuentra constituido en un 80% por suelo rural, definido por el artículo 33 de la Ley 388 de 1997 como aquellos “(…) terrenos no aptos para el uso urbano, por razones de oportunidad, o por su destinación a usos agrícolas, ganaderos, forestales, de explotación de recursos naturales y actividades análogas”.
Las dinámicas actuales de ocupación de los municipios y distritos han generado que el suelo rural amplie su catálogo de usos, habilitando -además de las actividades agrícolas propias de esta categoría del suelo- vivienda, comercio y servicios en una escala e intensidad menor que en los perímetros urbanos. Esta tendencia se ha incrementado luego de la pandemia y por factores tales como el trabajo remoto.
Si bien los Planes de Ordenamiento Territorial deben incluir dentro de sus disposiciones un componente rural, el cual de conformidad con el artículo 11 de la Ley 388 de 1997 “(…)estará constituido por las políticas, acciones, programas y normas para orientar y garantizar la adecuada interacción entre los asentamientos rurales y la cabecera municipal, así como la conveniente utilización del suelo”, lo cierto es, que los contenidos de dichos componentes –presentes en su mayoría en POT de primera generación desactualizados y obsoletos- no responden a las normas ambientales y sectoriales de acuerdo con las dinámicas económicas en cada territorio en las que el suelo rural no se concibe como una simple despensa agrícola, toda vez que las comunidades que lo habitan demandan bienes y servicios a los cuales deberían poder acceder sin que la satisfacción de esta necesidad implique largos desplazamientos hasta los cascos urbanos.
Esta desarticulación entre la norma y la realidad urbanística de los territorios ha llevado a que no existan reglas claras que orienten el desarrollo del suelo rural en Colombia, limitando las posibilidades económicas de los inmuebles en esta categoría y/o generando que el mismo se adelante sin planeación ni visión de ordenamiento territorial.
Pese a que desde el gobierno nacional se han generado distintas normas que pretenden regularizar y fijar lineamientos para el desarrollo del suelo rural, dichos postulados se vuelven inocuos si no existe una articulación entre estas disposiciones y los planes de ordenamiento territorial. La expedición de directrices desde el orden central sin su respectiva armonización en los componentes locales solamente genera incertidumbre normativa que no favorece a ninguno de los actores y sectores del desarrollo rural.
Aunque es claro y loable que el uso principal del suelo rural esté orientado a la generación y producción de alimentos, la relación de las comunidades con sus territorios abarca mucho más que este postulado, y en ese sentido, es fundamental que los nuevos POT del país compaginen la vocación del suelo con las necesidades de los habitantes, mejorando considerablemente la calidad de vida de estos. Este trabajo implica, además, la articulación de las determinantes de superior jerarquía las cuales se deben incorporar en el POT en procura de proteger, conservar y mejorar las condiciones del campo colombiano y de evitar contradicciones entre los instrumentos.